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Wiñoy Tripantu

“Tenemos que estar libres de pensamientos. Con las intenciones que salgan del corazón. En conexión con nuestra alma, nuestros ancestros”, dijo Sandro, instruyéndonos a quienes participábamos por primera vez, como Juan, como yo. Entonces la mente se aclaró de pensamientos con el vibrar de todas las voces. Sólo quedó la conciencia clara, la intención despierta, y un grito ancestral dirigido al sol naciente con los brazos en alto, empujando el sentir hacia arriba, y hacia el este, hacia la Puel-Mapu donde todo nace nuevamente.

Wiñoy Tripantu es el año nuevo mapuche. Se festeja entre el 21 y el 24 de junio en coincidencia con el solsticio de invierno. Coherente con su lengua, el Mapuzungun: “habla de la tierra”, el pueblo mapuche brinda una filosofía ontológica que nos habla de los ciclos de nacimiento y muerte en que el ser humano, como un integrante más de todos los seres de la naturaleza, debe decodificar los mensajes de la Mapu-tierra, debe dar a conocer lo que la Mapu-tierra habla, dice, comunica: “Según los abuelos, el Mapuzungun tampoco es el habla mapuche ya que la tierra es quien dio los sonidos y genera los sonidos. Uno lo puede decodificar o entender y transmitirlo, pero la tierra es la que habla. Por eso es el habla de la tierra” —explica Sandro Pichicura, profesor de Mapuzungun en el Bachillerato Popular Furilofche— “No es el habla mapuche o el habla de las personas, sino que es el habla de la tierra”.

Como ceremonia ancestral, el pueblo mapuche festeja su Wiñoy Tripantu durante el día más corto, de la noche más larga, el inicio del invierno como ciclo de muerte, y el subsiguiente proceso de renacimiento.

 

19 :00hs. Trawüauiñ [Nos juntaremos]

Me llevaron en auto. Ante un sol que se iba ocultando, las calles de ripio plagadas de pozos en un barrio desconocido, se tornaban cada vez más complicadas de atravesar. Nueva Jamaica me recibió así: entre oscuridad y entusiasmo; entre barro y vértigo.

Fui la segunda en llegar. Conocí el predio y a su dueño. También a otro de los partícipes del Wiñoy Tripantu organizado por Sandro Pichicura, profesor de Maúzungun de muchos de los invitados a festejar el año nuevo mapuche.

De a poco fueron llegando. Algunos conocidos, otros por conocer durante la noche entera que nos esperaba por delante. 

Zewmayaiñ iyael [Hacermos la comida]

Las energías en la cosmovisión mapuche guardan equilibrio, la armonía. Las mujeres nos ocupamos de la preparación de los alimentos. Los hombres de su cocción.

20 hs. Kutraltuaiñ

Mientras esperábamos por la cena, los niños y niñas (pichi-queché) jugaban al ajedrez mapuche. Los adultos charlábamos. Hubo confesiones íntimas, hubo amistad prematura.

Juan, un compañero del taller de Mapuzungun, estaba al lado mío. Hablamos de los cambios, de todo lo que moviliza, de los recuerdos, del presente y el porvenir. El vértigo por el porvenir. De las expectativas por compartir por primera vez esa vivencia que nos convocaba. 

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21hs. Kutral, kutral kushe, kutral fücha [Encendido de fuego "sagrado"]

Afuera se iba encendiendo un fuego sagrado. Una música ancestral comenzaba a sonar. La sensación de amparo y protección crecía en todos, aún sin saberlo.

22 hs. Mishatuaiñ, Yafutuaiñ pun [Compartir el alimento] (Se puede llevar bebidas No alcohólicas)

Llegó la cena: guiso de lentejas en el que todos y todas habíamos participado, en equilibrio, en armonía. Compartimos los cuencos, compartimos el alimento.

 

Disfrutamos la compañía y los panes caseros que uno de los peñi había horneado esa tarde.

23 hs. Pentukuwün [Presentación personal en Mapuzungun, reflexiones, sentires]

Una vez llenitos, salimos bien abrigados al exterior. La noche estaba iluminada por las nubes. Alrededor del fuego sagrado, en círculo hacia la derecha imitando las energías de la Mapu, cada integrante alzó su voz en el Pentukuwün: presentación de uno mismo, de sus orígenes e intenciones. Las voces se alzaron con el fuego que iluminaba los rostros. Las voces se sostenían y se quebraban. No era tan fácil nombrar a quienes ya no están, pero forman parte de nuestra vida; son quienes nos la dieron. El viento nos acompañaba; el viento y ciertas gotas de lluvia que no se animaba a caer.

 

24 hs. Pewutun [Adivinar el devenir del ciclo que se inicia]

Fue entonces cuando Sandro y una pichi-quiiché nos dio a cada uno un papel doblado en cuatro partes. Lo abrimos, y vertieron tinta en cada uno. Teníamos que mover la tinta, desplazarla por el papel hasta que se secara y, entonces, volver a plegarlo, y guardarlo hasta el otro día, a las diez de la mañana cuando el sol ya estuviera en alto.                                                     

Algunos entraron a la casa. Otros nos quedamos alrededor del fuego, cuidándolo, aprendiendo de su movimiento, siendo parte de ayekantun, de su ritmo que iba llevando el pensamiento al latir del kultrung

En un momento entré. Allí estaba Ariadna, una compañera del taller, joyera mapuche de Villa Llanquín. Estaba cuidando a uno de sus pichi-queché que había enfermado. Calentamos agua para el mate en la pequeña cocina. Me hablaba de la joyería mapuche, de las intenciones en cada pieza. De las intenciones. Me dijo: “Te hace falta encontrar en vos tu otra parte; una que no vas a encontrar en nadie más”. 

El equilibrio. La armonía.

 

05 hs. Amuan inaltu pichi lewfu mu [Vamos al arroyo]

A las 5am Sandro nos convocó. Juntamos troncos y fuimos en caravana hacia el río. Ariadna no pudo ir, pero su energía estaría presente. La noche estaba clara por las nubes iluminadas por la luna. El viento había cesado. La lluvia también. Muchos se concentraban en sus pasos por el barro, por el bosque, por las piedras, por el arroyo. Otros hablaban. Juan parecía fascinado por la sensación de tranquilidad comunitaria; por la sensación de un tiempo en un no-tiempo. Porque estábamos todos ahí, juntos, aun sin conocernos, caminando en una misma dirección, hacia un propósito individual y colectivo; ancestral y tan humano.

Llegamos al río. Ubicamos los troncos en un nuevo fuego ancestral. Un fuego que nos acompañaría hasta el amanecer. 

Nos ubicamos en círculos. Hubo palabras en Mapuzungun. Hubo palabras en castellano. Hubo un Kutraltun donde cada uno ofrecía sus intenciones siempre la voz girando hacia la derecha, en contrarreloj. 

Equilibrio, armonía.

Entonces comenzó a sonar el Norkiñ, comenzó a latir el kultrung marcando el ritmo del Purun (danza ancestral). El baile nació de todos, en parejas, alrededor del fuego, al ritmo del kuntrung, al vibrar del norkiñ, siempre en equilibrio y armonía con la Mapu- tierra. Y el sonido vibraba a su vez en cada pecho, y un grito de guerra, de resistencia, de orientación, de llamado ancestral emergía de cada boca, de cada pecho del que se exhalaba un aliento que se confundía con el humo del fuego. 

Tierra, agua, aire, fuego.

Equilibrio. Armonía.

El sonido de los instrumentos acompañaba al rumor estridente del agua correr sobre las piedras del río. El viento acompañaba avivando el fuego que nos iluminaba como la luna a través de las nubes. 

Hubo un momento de quietud antes de reiniciar el Purun, que cada vez llegaba más cerca en el latir de cada uno, en el latir en comunidad.

 

Kompayaiñ we mongeltuy tufachi mapu! [Acompañaremos el re inicio de la vida en esta parte del planeta] Luego de la noche más larga la luz se abre paso en la oscuridad. Kiñe trakan alka wiñotuy antü. [A paso de gallo vuelve el sol]

Fue entonces cuando estuvimos listos, entregados para el Ngellipun (las rogativas). “Tenemos que estar libres de pensamientos. Con las intenciones que salgan del corazón. En conexión con nuestra alma, nuestros ancestros”, dijo Sandro, instruyéndonos a quienes íbamos por primera vez, como Juan, como yo. Nos formamos en semicírculos mirando hacia el este: hacia el nacimiento del nuevo sol. Los cuencos estaban en nuestras manos. Juan y Vanesa, los más jóvenes en el Purun, funcionaron como los sabios, quienes repartían la ofrenda, rol de los pichi-queché, que no pudieron estar en la ceremonia. 

Las rogativas iniciaron. Se ofreció a la Mapu yerba y semillas, maíz mojado y hojas de maitén; la energía de Ariadna estaba en esas ofrendas, su energía y sus intenciones. Cada cual con su cuenco esperaba la llegada quienes repartían la ofrenda. Ya no eran Juan y Vanesa. Eran el medio. Eran la sabiduría. 

El contacto en las manos con las ofrendas devolvía el sentir, el tacto. Las rogativas vibraban con cada voz dos veces de rodillas, dos veces de pie, siempre mirando al este, hacia la Puel-Mapu. Esperando la salida del sol en la noche más larga. En la claridad que se hacía esperar. Se pedía permiso a los Newen presentes: al río y al cerro; al viento y la luna. Se pedía permiso por estar allí; se emitía una presentación de sí mismo, un agradecimiento, una intención. La mente se aclaró de pensamientos con el vibrar de todas las voces. Sólo quedó la conciencia clara, la intención despierta, y un grito ancestral dirigido al sol naciente con los brazos en alto, empujando el sentir hacia arriba, y hacia el este, hacia la Puel-mapu donde todo nace nuevamente. 

Se celebró este nuevo inicio con otro Purutuaiñ, danzando en círculos contrarreloj de a dos, al ritmo del kultrüng y el norkiñ con su vibrar. 

Tierra, aire, fuego, agua… Equilibrio, armonía.

Las manos que estaban húmedas por el maíz de la ofrenda se lavaron en el río. Me lavé el rostro también. El contacto con el agua helada me reafirmó que formamos parte de esta tierra, y el reflejo del fuego sobre los cuerpos de todos los participantes de la ceremonia, encontró su eco en los árboles del bosque vivo frente mío. 

Entre todos apagamos el fuego sagrado. Volvimos en caravana hacia la casa que nos había hospedado durante la noche. Un nuevo Kutraltun dio su giro contrarreloj. Cada uno agradeció lo compartido, las sensaciones, imágenes, intenciones de un encuentro entre extraños que se habían vuelto familia. “Mucho para decantar”, dijeron Juan y Vanesa. 

Entonces abrimos los papeles para terminar el Pewutun: adivinar el devenir. La figura en mi papel tenía una flor de lis, y una mujer con sus pies hacia abajo y sus manos hacia arriba.

El equilibrio. La armonía. Encontrar en mí misma la completitud. Renacer. 

 

¡Amulepe taiñ wiñoy tripantu!

Al llegar a mi casa, el latir del corazón se sentía fuerte: “Hay tanto que decantar”, habían dicho. Y era cierto. 

Mis manos estaban ásperas por el impacto entre el frío del agua y el calor fuego directo. Mis uñas conservaban restos de la tierra que se había acariciado, de la yerba y el maíz que se ofrecieron, con el que se tuvo contacto. Mi pelo olía a humo y mis párpados pesaban. Pero seguía despierta, mirando la tierra en mis manos con satisfacción por lo vivido. 

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