AYER Y HOY
AYER
“Al hablar, pues, de los indios, por miserable que sea su existencia y limitado su poder intelectual, no olvidemos que estamos en presencia de nuestros Padres prehistóricos”, afirmó el “padre de la escuela” de la República Argentina, Juan Domingo Sarmiento. Los pueblos originarios como “indios salvajes” previos a la historia nacional, de escaso entendimiento y precario estilo de vida a los que hay que “civilizar”, es un imaginario construido y difundido por medios incisivos: la escuela y los mapas; el periodismo y el discurso histórico. ¿Cuántos ciudadanos mapuches llegan a elegir una profesión? ¿Cuántos llegan a ejercerla? ¿Desde qué paradigma asociamos la sabiduría de un pueblo con un nivel académico propio de la civilización occidental?
Según el Artículo 75, Inciso 17, de la Constitución Nacional, el sistema educativo de la República Argentina reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos de modo de garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural. Sin embargo, según el Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología, un 30% de los estudiantes nativos de raíces indígenas desertan de la educación secundaria. Dicha deserción es inducida tanto por urgencias económicas en el ámbito familiar, como por la no identificación con un sistema escolar que rechaza los orígenes culturales del pueblo originario al punto de negar su nombre o ignorarlo por completo.
Nacida de “ancestras” chilenas que desconocían su origen paterno, Martina González Blanco, nativa de San Carlos de Bariloche y Licenciada en Letras por la Universidad de Río Negro, focaliza su mirada en el recuerdo; hay cierta gravedad en su decir, cierta curiosidad por aquello que quisiera saber, pero prefiere dejar atrás: “Muchas personas no conocen sus raíces ni las buscan. Los apellidos se van perdiendo por el mestizaje, por la ausencia del apellido paterno, y por cierto aspecto peyorativo en relación a posibles orígenes indígenas que se quieren ocultar para evitar la burla —nos cuenta Martina—; en la universidad pública percibí más claramente que aquellos compañeros que tenían un alto reconocimiento indígena, vivían sus orígenes desde la lucha, y que habían presentado grandes dificultades para acceder a los espacios universitarios”, aclara.
La conquista al desierto fue la campaña militar realizada en Argentina entre 1878 y 1885. Gesta heroica para muchos por su propensión al desarrollo y la evolución de la economía. Holocausto para muchos otros: los menos oídos, los de voz silenciada. ¿Cómo se genera la brecha social entre identidad nacional y pueblos originarios?
La identidad nacional se conforma, en gran medida, por el denominado “territorio nacional” y sus límites geo-políticos. Walter Mario Delrío, magister en Etno-historia e investigador del CONICET, nos dice en su libro Memorias de la expropiación que “el nacionalismo se constituye en una estructura de sentimiento que transforma el espacio en un ‘suelo patrio’ e interpela a los individuos y a los sujetos colectivos como parte de un carácter nacional.” De tal manera, Walter afirma que el estado marca fronteras entre un interior y un exterior, entre el pueblo – nación y otro diferente, posible enemigo o “tribu”: “La tribu funcionó como criterio de distinción del enemigo durante las campañas militares y, al finalizar éstas, como identificación del otro interno cuyas ‘diferencias’ legitimarían el programa civilizatorio estatal”, afirma Walter Delrio. La “tribu”, por tanto, se constituye por aquellos que no forman parte de ese “territorio nacional”, por el “otro indígena” o enemigo interno cuya extinción fue legitimada estatalmente mediante el sometimiento “civilizatorio” en la escuela argentina, en campos de concentración y colonias. La escuela como institución que inculca el ser nacional y la “igualdad” fue, entonces, el espacio que impartía un paradigma de “civilización” por negación de las diferencias, por negación de las culturas consideradas inferiores o “bárbaras”.
